A punto de ponerme al fin al frente de un nuevo post de Gavilán,
encuentro este otro que escribí durante la fase 3 del desconfinamiento, y que
había quedado enterrado entre mis papeles… pronto tendremos novedades, mientras
tanto, os invito a leer este pedazo de realidad:
Mi vecina, la del 4D, me había invitado a su patio a tomar la
sombra y yo había aceptado. Ella y su hermana prepararon limonada a la menta y
un tablero de parchís/oca para pasar la tarde. Sobre las 8, bajo un calor
asfixiante, llamaron a la puerta. “Qué raro” dijo Pétula, que es la menos
habladora de las dos, “si sólo te habíamos invitado a ti”.
“Serán de Amazon” les dije, tratando de hacerme la moderna. “Antes
muertas que comprar por Internet. Está pasado de rosca”, me acortaron sin pensárselo,
no sé si por vanguardistas o por carcas.
Las tres nos aproximamos a la puerta y Tomasa -la más habladora y
avispada- preguntó tímidamente:
–¿Quién es?
El abuelo a su llegada |
–Abre Tomasa, anda, rica, abre…
Lo siguiente fue vernos ante un yayo casi centenario, con pelo
blanco asomando por los hombros, barba desorbitada asomando de la mascarilla,
cejas crecidas a modo de araña por la frente, ropa polvorienta y extrema
delgadez, presentándose ante nuestras narices retostadas. “¡Papá! Gritaron Pétula y Tomasa emocionadas.
Yo, conmovida, hice como en eco sin saber por qué: “pa…pá”.
Fueron a abrazarlo y besarlo como locas instintivamente, pero
enseguida aquella momia las chistó, manteniendo el soniquete tanto como hizo
falta para apaciguarlas y alejarlas a su conveniencia “schshhhhh”, consiguiendo
transformar aquel impulso visceral en un ridículo choque de codos.
–Hay que joderse –dijo el yayo–, las gilipolleces que se han
inventado para saludar. Pero es que, si cojo el bicho, me voy a la tumba por el
atajo.
Al minuto, el anciano descuidado se encontraba sentado en una
mecedora primorosa mientras Tomasa le colocaba una toalla sobre los hombros y
comenzaba a cortarle la melena. “Vaya pelos, papá”.
–Pero coño, que llevo desde el 12 de marzo sin salir de casa, ¡a
ver qué quieres!
Luego pasó a recortarle las cejas-araña. El tipo se sintió tan
relajado que se quitó unas zapatillas larguísimas de rejilla que llevaba, haciéndonos
enmudecer: varios manojos de percebes desorbitados se retorcían en el lugar donde
debían estar sus dedos.
–¡La Lirio! –exclamó Pétula–, eso habrá que cortarlo con alicates.
Pues córtalo, hija, si he tenido que venirme con los zapatos de tu
tío Remigio, que en paz descanse, porque los míos no me cabían.
Pétula llenó un barreño de agua para reblandecer aquellas cáscaras,
y como yo tenía experiencia de la clínica podológica, al final tomé la batuta y
la eché a un lado, responsabilizándola del recorte de las uñas-cucharón que le
habían brotado en los dedos de las manos, mientras yo me ocupaba de aquello con
una segueta de bricolaje.
El yayo largándose a toda prisa, ya aseado, con la mascarilla en la cabeza |
Una vez se vio bien aseado y satisfecho, y después de contarnos
cómo se apañaba en su pequeño apartamento del centro para sentirse a salvo del
bicho (una vecina guiri de veintipocos le hacía la compra y se la ponía en una
cesta que él bajaba y subía por el balconcillo), le entró una prisa enigmática,
como si le hubiese picado un tabardillo, y se largó con viento fresco a su casa,
sin dar más explicaciones a “las niñas”.
Me parece que sé de quién hablas, Mina. Le vi durante toda la cuarentena dando órdenes a gritos a esa chiquilla, vecina suya, a la que enviaba todos los días a comprar el periódico y otras cosas importantes, como pilas para el mando de la tele y bolitas de alcanfor. Nunca pensé que se convertiría en el protagonista de una de tus historias, ni que fuera el padre de nadie. Amén.
ResponderEliminarArturo Lense
Me aficioné al chorizo de Pamplona durante aquellos meses, y por eso mi enorme barba, al estilo del hombre del que hablas, comenzó a teñirse de naranja, hasta parecer uno de esos judíos ortodoxos de barba pelirroja. La cosa llegó tan lejos, que el día del mes que me tocaba ducha, el pelirrojo no salió de la barba, así que me he comprado un sombrerito Andaluz y parezco Boris Grushenko. Os deseo a todos feliz sobremesa.
ResponderEliminarIgor Dote
Cuando era pequeña, mis abuelos tenían un negocio de bigotitos postizos en la calle Arenal, y todo Madrid se compraba allí los bigotes, incluso las señoras, pues algunas podían tapar el de vedad con el de mentira, que muchas veces era menos tupido que el otro. Una buena mañana pasó por allí Galdós, con su bigote tan de moda, y les hizo una donación de cuatro pelos mostachiles que pudieron fertilizar en las siguientes semanas hasta obtener réplicas maravillosas que vendieron a muchos reales bajo el lema "vástagos del bigote más famoso del país". Luego mi abuelo, que era ludópata, se apostó la tienda a todo o nada en el tute y se arruinaron, quedando aquellos días de gloria en el olvido, y dejándonos al resto de la familia en la estacada pa siempre.
ResponderEliminarMamen Tirossa
Y yo digo una cosa: ¿se puede salir a pasear por Madrid durante horas y llegar a otra localidad, como Pozuelo, saludar a los vecinos de la zona como si nada, y alegar que sólo había salido a pasear durante horas y que he aparecido ahí, porque ando más que cualquier vago de turno? ¿Podría a caso ir a una terraza con ocho amigos y sentarnos cada uno en una mesa y hablarnos a gritos, reírnos y decir tontadas? ¿Y si salgo a la calle con una mascarilla de pepino en el rostro, al fin y al cabo, llevaría mascarilla, ¿no? ¿Y si me morreo con mascarilla con un desconocido que lleve mascarilla y luego con otro, y hacemos cadena de morreos con mascarilla? ¿Nos contagiaríamos? ¿Nos multaría alguien? ¿Nos tragaríamos el tufillo ese del aliento horrible que se respira ahí debajo? ¿Los sobacos son vía de contagio? Porque comparto desodorante con mi vecino, pero nada más. Tengo muchas preguntas sobre esta situación, ¿alguien podría asesorarme?
ResponderEliminarTrini Trogenada
Como padre me siento conmovido con esta historia. Mis hijas nunca han hecho nada por mí, más que pedirme pasta (gansa) y exigir cosas como que toque el clavicordio para ellas. Además, lo siento, pero las tres son horrorosas. Entiendo que nadie las aguante más que yo. En su defensa he de decir que cocinan la sopa de ajo como nadie.
ResponderEliminarPaco Midas
Durante la cuarentena, tuve un picor en cierto lugar que solo un hombre puede saber. Aquello se hizo más agudo, hasta el punto que tuve que plantarme en urgencias de un hospital, en el momento más crítico de la pandemia. La gente me miraba mal y me llamaba egoísta, así que tuve que decir que era la covid, que me había dado ese síntoma. Me hicieron una escabechina, "huevos revueltos" tituló el médico la operación. Al final, sí, de tanto revolver, el picor se esfumó. Ahora solo quiero olvidarlo todo y no volver a hablar de ello con nadie. Sólo con vosotros. Chsssssss.
ResponderEliminarAramis Terioso
No quiero opinar acerca de lo que acabo de leer.
ResponderEliminarNo pienso participar en este despropósito.
A propósito, alguien sabe como puedo eliminar un supositorio que se ha aferrado a mi ser y se ha hecho fuerte?
El método del estornudo no ha funcionado...
Gracias de antemano.
Artur Bulencia.