"Espinete, ¿te vienes a la panadería de Chema?"
Don Pimpón, 1985


1/22/2014

Esa boina de moda

La mujer centenaria que me contrató para pasear a los chuchos de 9 a 10 de la noche, que vive debajo de mi casa, es también clienta de la clínica estética en la que trabajo, de esas que cuando viene pidiendo que le hagan los pies, mi compañera Vladimira y yo lo echamos a pinto pinto, y a la que le toque le deseamos buena suerte y próspera media hora. 
Esta mujer siempre me ha recordado a Gavilán por un detalle: la boina. Pero confirmaba mi teoría de que ese artilugio era propio de personas venidas al mundo antes de 1930.
Sin embargo, llevo semanas contemplando un espectáculo dantesco (o navarro, según se mire) que jamás hubiese imaginado ni la propia Loreto Tinoco, no al menos en el verano de 1999: chicas con minifalda y boina. Jóvenes barbudos a la moda con boina. Perritos de cretinas estilo Paris Hilton con boina.
La actriz canina Nora Dog, en una escena
de su última película: Cambios on top of
my head
La boina está de moda. Mi propio portero, que terminó segundo de bachillerato el año pasado LLEVA BOINA. En la exposición de pintura itinerante de Bar Carlos hay boinas pintadas e incluso boinas reales mimetizadas por medio de pastas y mejunjes a esos terribles lienzos (Artista: Damiaan Alfaro)
Yo ni me lo planteo: si colaboro a esta moda, mi empleo corre peligro, pues nada como una boina para esconder un pelo sucio o la calvicie de cualquier treintañero desesperado, de los que vienen a ahuecarse la melena o a cubrir una coronilla. 
Como remate a todo esto, me whatsapeó mi prima Pili Grossa, la de la ebanistería.  Estaba en un mercadillo de latas de conserva y soluciones capilares titulado "CONSERVALO". Me envió una foto del producto estrella, el que había triunfado indiscutiblemente en la feria. ¿Adivináis lo que era?

1/13/2014

Navidad canaria con Renato

Me fui a pasar las navidades a las Islas Canarias huyendo del frío y de la ciudad. La clínica podológica había cerrado por unos días. Los piececitos de todas las vecinas estaban al día y yo sabía que nadie iba a necesitarme.
Prefiero no adentrarme en el modo en que conseguí ponerme ciega a cordero el día de Nochebuena a pie de playa envuelta en un tul y con un turbante a lo Barbara Streisand. Los lugareños me advirtieron que debía hacer una cena más ligera que en la Península, pero ni caso. El resto de las Navidades las pasé en la habitación de mi hostal de lujo atendida por el portero de la finca de al lado. Resultaba que el hostal era de auto-servicio y no había personas físicas si no un sistema de robots que te entregaban las llaves al llegar, te daban instrucciones de cómo utilizar las habitaciones y los artilugios, y  te propinaban una descarga eléctrica si tratabas de largarte sin pagar. Casi todas las cosas allí eran robots, así que te sentías vigilada 24 horas.
Dos canarios cualquiera dándose el lote en un 
parque
No había ningún ser que pudiese socorrerme de aquel empacho más que Renato, el portero de al lado. Me vio llegar de la cena pálida, medio babeando, a punto de echar la papilla. Él pensó que había bebido y que sería una presa fácil. Pero nada más acercarse a mí y a mi cuerpo sólo cubierto por un pañuelo de tul playero, le hice el regalo. Vomité de lo lindo y el hombrecillo, a pesar de entender que no había posibilidad ninguna de hacerme suya, me dijo “no te preocupes. Soy el portero de al lado. Puedo recoger esto con una fregona y un cubo en cinco minutos”. Yo no dije nada porque no sabía si se trataba de otro robot o de un humano, pero acepté aquel servicio y me fui a la cama. La pesadilla física continuó prefiero no describir cómo. 
Renato "el Santo" (como le llaman en su barrio
canario) con la mirada perdida tras mi fuga
Al día siguiente vinieron unos tunos de la Universidad Canaria de estudios Canarios (UCEC) a cantarme al balcón. Al oírlos, quise morirme aún más, pero Renato  los espantó con la fregona y de un salto accedió a mi habitación, sorteando a los robots del auto-hostal y haciéndome llegar un caldo calentito. Aquello se multiplicó con los días, los cuidados, las atenciones, incluso lecturas junto a la cama de la única literatura que pasaba por sus manos: un As de 1995. Aquello fue el colmo. La enfermedad y el pago por adelantado me habían estancado en aquel hostal robótico con un hombre de los de sólo conformarse. Hice la bolsa en cuanto Renato bajó a atender a la cartera, y salí con viento fresco rumbo al aeropuerto.
No quiero pensar en Renato y el vacío que le habré dejado, y en cómo volverá a sentirse en su monótono trabajo como portero de finca en alguna calle perdida de las Islas Canarias, pues ya me dijo en algún momento: “me alegro de que gracias a esa diarrea crónica estés presa en esta habitación.”