La semana pasada le comenté a mi prima Pili
Grossa que ya había dado todos los pasos para convertirme en escritora, pero
que de momento no había obtenido ni un céntimo. Ella me contestó:
—Prepárate, que va para largo.
—¿A qué te refieres? –le pregunté con la
inocencia de un cordero.
A continuación me enseñó varias fotos de
escritores muy famosos que habían muerto más pobres que las ratas, incluso
habiendo sido publicados. El pobre Oscar Wilde estaba ahí, mirándome con su
cara irlandesa.
Fue como uno de esos pellizcos de mi abuela
en los mofletes. Me acerqué a la zapatería elegante de Marisina, que es a la
única a la que le van bien las cosas en el barrio, y le dije desesperada:
“Tengo al menos que pagarme los aperitivos de los domingos. No sé nada de
zapatos pero sí de podología”.
—Eso no me vale –contestó– pero mañana tengo
una fiesta. Imagino que, por un día, no va a arder el mundo. Vente a las 10 con
calzado formal, nada de esas bambas pasadas de moda que llevas.
Aparecí como me dijo. Tenía unas manoletinas
de tercero de BUP que aún me cabían con los dedos encogidos y la verdad es que
parecía una zapatera elegante aunque anduviera como una geisha. Recordé las
palabras de la prima Pili en mi conciencia “la realidad supera la ficción. Incluso
vendiendo zapatos encontrarás material para una novela”, y me resultaron como
de hablar por hablar.
La anciana que susurraba a los zapatos, minutos antes en la terraza del pub irlandés "Falcon Crest" |
Mareaba más que un mono de feria, así que me
eché a un lado y la dejé desmantelando el local a sus anchas sólo por no oírla.
La anciana seguía junto al zapatito gris. Al observarla, la encontré mirando
fijamente al zapatito con las manos en posición de echar polvos mágicos, como
de sortilegio, diciendo “¡bssss bsssss! conviértete en un treinta y nueve,
¡bsss bssss!” El zapatito no reaccionaba y yo flipaba en colores pensando si me
habrían puesto ácido en el café. La anciana se dio cuenta de que podía verla y
simplemente dijo “a ver si hay suerte y crece un poquito”. No se puede decir
que estuviera del todo loca, ni siquiera pensé que estaba senil. Tenía un
chisporroteo en los ojillos que más bien me hizo creer que, o bien mantenía
intacta la ilusión pueril que todos perdemos con los años, o bien se acababa de
tomar un pelotazo en el pub de la esquina, pues algo de eso había en el
ambiente. Hizo unos pocos aspavientos más y desistió, igual que lo hizo la
hija, dejando la zapatería como una cuadra. ¡Adiós, adiós! (y no vuelvan).
Había tal revuelto que puse el cartel de cerrado aunque aún eran las 11 de la
mañana, total, Marisina estaba en una boda. Encendí la radio, me tumbé encima
de la montaña de zapatos con un cuaderno –tenía tiempo de recoger– y me puse a
escribir: “La semana pasada le comenté a mi prima Pili Grossa…”