"Espinete, ¿te vienes a la panadería de Chema?"
Don Pimpón, 1985


10/25/2018

Tortazo a gusto

Me habían llamado de un trabajo perfecto como guía de barrio para unos filipinos jubilados que iban a pasar unas semanas de vacaciones en el barrio de San Blas. Sólo tendría que llevarles a la mercería, al súper, a la licorería... muy compatible con mis tareas de escritora, con tiempo de sobra entre paseo y paseo  y con carnaza a manta para escribir la novela del siglo. 
También una amiga me había informado de que el Pipas había venido a Madrid desde Mirroque de Mar para hacerse una radiografía porque se había partido el dedo meñique tratando de rascarse un oído en el que padecía unas alergias tremendas. 
Todo me sonreía: iría al trabajo, quedaría con el Pipas, convertiría la jornada en un relato precioso y ganaría algún concurso. Fue aún mejor cuando mi viejo amor de verano me dijo que desayunaría conmigo antes de irme a San Blas, en la taberna de enfrente de casa, donde me esperaría.
Me levanté de la cama de un salto y empleé sólo dos horas en estar lista para sorprenderle. Habían pasado años desde la última vez que nos vimos en Albacete Capital jugando a la botella con sus compañeros de carrera. (Recuerdo que la mitad de ellos tenía un aliento fétido y que yo trucaba la botella para besar sólo a los que olían a Halls de eucaliptus). 
Panorámica de los pies del Pipas en el momento en que
yo aterrizaba con los dientes en el suelo.
Bajé muerta de hambre y allí le vi. Se había cortado el pelo, aunque conservaba las mechas californianas naturales, pero iba vestido tan informal como siempre y comía pipas tranquilísimamente. Llevaba una escayola en el meñique que no le impedía seguir dale que te pego con las semillas de girasol. Al mirarnos, nos sonreímos, y crucé el bulevar ciegamente, apresuradamente, ligeramente, tan estúpidamente, que tropecé con el bordillo de su acera, creyendo que llegaba a sus brazos y a sus pipas en un pequeño vuelo. Cuando quise darme cuenta de que no sabía volar, me había tragado parte de la acera, me habían saltado varios piños y éstos mismos me habían triturado el labio superior con una crueldad excesiva. Como avisadas por radar, cientos de viejas salieron de sus escondrijos preguntando si estaba bien, qué había pasado, qué horror, qué cuadro, pobre chica, madre mía qué estropicio, esta se queda para vestir santos... los comentarios eran abundantes en sólo unos segundos, así que me levanté tan rápido como pude, llorando como en regresión con una buena torta que me di en bici en la infancia, sacudí mis brazos para que me soltaran, y corrí a los del Pipas, que no había querido ni inmutarse, seguramente para no asustarme. 
Nos metimos en un taxi de camino al hospital mientras yo berreaba como un bebé y pensaba en cómo quedaría mi cara y mis dientes después de aquello, en lo perdidos que iban a estar esos pobres ancianos filipinos en San Blas y en la escayola tan exagerada que llevaba el Pipas, para tratarse sólo de un meñique.
Al llegar a urgencias me pasaron enseguida a maxilofacial, donde una doctora me durmió media cara y me cosió el estropicio, recomendándome que me buscase un buen dentista si quería volver a comer kikos alguna vez en la vida. Al salir de la consulta, dolorida, bordada y con media cara caída como un blandiblú, encontré a un agente de policía haciéndole preguntas al Pipas. Cuando llegué a ellos, me preguntaron si había sido él quien me había pegado. Yo no entendía nada. Luego caí en su superescayola. Me entró la risa, y no se me saltaron los puntos porque esa zona estaba dormida y sólo sonreía con el medio lado bueno. El Pipas era el ser más pasota de la tierra, no le haría daño ni a una pipa. "Que me he tragado un bordillo, señor agente" le dije sin poder parar de reír, secándome las lágrimas. 
El Ratón Pérez haciendo acopio de todos sus ahorros
para poder llevarse mis dientes aquella noche.
Salimos del hospital. El Pipas aún no había articulado palabra desde que nos habíamos visto, aunque sí había dejado de comer pipas un minuto antes. Estaba horrenda junto a él, tenía la dentadura de Mikel Erentxun y los morros de Yola Berrocal con pespunte añadido. Sin embargo, me miró como en el verano en que nos conocimos, me acarició con la escayola mohosa y grafiteada en el lado bueno de la cara y me dijo con su acento alicantino-californiano: "qué bien te veo, Mina Patuco".

10/15/2018

Torremolinos'18 (Primera parte)

   Este verano tuve que aceptar un empleo como instructora de aquagym para un grupo del IMSERSO en Torremolinos. El viaje en bus con los abuelos me recordó muy poco a aquel a Mirroque de Mar con mis amigas en 1999, pero muchas de las ancianas y algunos de los abuelos me recordaron por diferentes motivos a mi querida amiga Gavilán, no sé si por la edad, las grandes narices, las gafas sucias o qué, pero era como viajar con cincuenta de ellas a la vez.
   No os aburriré narrando la odisea que fue conseguir que los abuelos, no ya que levantaran las patitas agarrados al borde de la piscina y chapoteasen como niños, sino que simplemente no se ahogasen.
   Tampoco voy a hablaros del affaire que hubo entre el coctelero murciano de 23 años del hotel y una de las ancianas más operadas de la excursión, ni de que varios de los pensionistas comenzaron a gritar en el museo de arte contemporáneo del pueblo que dentro de la escultura de un torero había una persona real, consiguiendo que el guardia de seguridad hiciese añicos aquel mármol decimonónico y fuese a la cárcel con una multa de seiscientos mil euros.
Loli (de azul) y yo (al fondo) pasándolo pipa en 
nuestro día de descanso, 
justo antes de soltar las lolas al aire.
   Me centraré en contaros lo que sucedió en la playa con Loli, otra artista sin trabajo como yo, a la que habían contratado para enseñar el chachachá a los dinosaurios.
   Loli es poeta y cantante de rock, le gustan los estampados de leopardo, las bambas victoria y los hombres pasados de 30 pero anteriores a 45. La primera tarde que tuvimos libre me animó a hacer topless “dicen que la brisa marina alisa la piel, endurece el músculo, frena la caída y redondea el globo. Y sabes…” Saber, saber, yo ni idea, pero era cierto que con el calor, cuanta menos tela, mejor, así que nos destapamos y dimos un paseo por la playa a la fresca.
   Cinco pasos más allá de que nuestros pechos hubiesen sido liberados, tuvo que aparecer Ataúlfo, el de la tienda de cómics frikis del barrio, un tipo sin gracia, sin figura, sin chispa y, al parecer, sin nada que hacer en Torremolinos. Loli también lo conocía porque había performado algunos poemas galácticos (sobre Star Wars) en su tienda y, aunque dice que fue lo más artificial que había hecho en su vida, había tanto friki que ganó dinero y todo.
La cara de Ataúlfo el friki 
mientras le hablábamos de arte pop
 justo antes de ser atacado. 
   Hablamos con él sobre el recital de Loli y la posibilidad de repetirlo, hablamos con él del mérito que tiene sacar un negocio como el suyo adelante; hablamos incluso de los abuelos del aquagym, pero en ninguna de aquellas conversaciones Ataúlfo parecía prestar atención alguna, porque no dejaba de mirarnos los pechos como si no hubiese visto unos nunca antes en su vida. Era tan molesta su mirada que si hubiese sido un láser, ya os digo yo que ahora llevaríamos dos carboncillos colgando. Movida por un impulso desconocido, le agarré de la nariz fuertemente, haciendo pinza con los nudillos índice y corazón, y le hice cantar la violetera y fumando espero antes de dejar que se soltase, se levantase del suelo y saliese zumbando en dirección desconocida.
   Loli y yo, lejos de dejarnos llevar por las molestias derivadas de aquella mirada tan intensa, nos tronchamos de risa y chocamos esos cinco de un modo adolescente que me recordó a Mirroque 99 y me hizo pensar que, al fin y al cabo, ni yo ni el resto de cosas habían cambiado en absoluto. (Continuará...)