"Espinete, ¿te vienes a la panadería de Chema?"
Don Pimpón, 1985


10/06/2020

ABUELO DESCONFINADO

A punto de ponerme al fin al frente de un nuevo post de Gavilán, encuentro este otro que escribí durante la fase 3 del desconfinamiento, y que había quedado enterrado entre mis papeles… pronto tendremos novedades, mientras tanto, os invito a leer este pedazo de realidad:

Mi vecina, la del 4D, me había invitado a su patio a tomar la sombra y yo había aceptado. Ella y su hermana prepararon limonada a la menta y un tablero de parchís/oca para pasar la tarde. Sobre las 8, bajo un calor asfixiante, llamaron a la puerta. “Qué raro” dijo Pétula, que es la menos habladora de las dos, “si sólo te habíamos invitado a ti”.

“Serán de Amazon” les dije, tratando de hacerme la moderna. “Antes muertas que comprar por Internet. Está pasado de rosca”, me acortaron sin pensárselo, no sé si por vanguardistas o por carcas.

Las tres nos aproximamos a la puerta y Tomasa -la más habladora y avispada- preguntó tímidamente:

–¿Quién es?

El abuelo a su llegada 
Al otro lado, una voz procedente de alguien nacido antes de la Guerra Civil, contestó:

–Abre Tomasa, anda, rica, abre…

Lo siguiente fue vernos ante un yayo casi centenario, con pelo blanco asomando por los hombros, barba desorbitada asomando de la mascarilla, cejas crecidas a modo de araña por la frente, ropa polvorienta y extrema delgadez, presentándose ante nuestras narices retostadas.  “¡Papá! Gritaron Pétula y Tomasa emocionadas. Yo, conmovida, hice como en eco sin saber por qué: “pa…pá”.

Fueron a abrazarlo y besarlo como locas instintivamente, pero enseguida aquella momia las chistó, manteniendo el soniquete tanto como hizo falta para apaciguarlas y alejarlas a su conveniencia “schshhhhh”, consiguiendo transformar aquel impulso visceral en un ridículo choque de codos.

–Hay que joderse –dijo el yayo–, las gilipolleces que se han inventado para saludar. Pero es que, si cojo el bicho, me voy a la tumba por el atajo.

Al minuto, el anciano descuidado se encontraba sentado en una mecedora primorosa mientras Tomasa le colocaba una toalla sobre los hombros y comenzaba a cortarle la melena. “Vaya pelos, papá”.

–Pero coño, que llevo desde el 12 de marzo sin salir de casa, ¡a ver qué quieres!

Luego pasó a recortarle las cejas-araña. El tipo se sintió tan relajado que se quitó unas zapatillas larguísimas de rejilla que llevaba, haciéndonos enmudecer: varios manojos de percebes desorbitados se retorcían en el lugar donde debían estar sus dedos.

–¡La Lirio! –exclamó Pétula–, eso habrá que cortarlo con alicates.

Pues córtalo, hija, si he tenido que venirme con los zapatos de tu tío Remigio, que en paz descanse, porque los míos no me cabían.

Pétula llenó un barreño de agua para reblandecer aquellas cáscaras, y como yo tenía experiencia de la clínica podológica, al final tomé la batuta y la eché a un lado, responsabilizándola del recorte de las uñas-cucharón que le habían brotado en los dedos de las manos, mientras yo me ocupaba de aquello con una segueta de bricolaje.

El yayo largándose a toda  prisa, ya
aseado, con la mascarilla en la cabeza
Aquel hombrecillo de mirada clara, que había aparecido como un fantasma con cierto aire aterrador en el umbral de la puerta de sus hijas, parecía ahora un personaje de García Márquez, agasajado y aseado por mujeres bajo un insoportable calor que bien podía ser el de Macondo. Sólo la segueta y los alicates que usamos Pétula y yo, así como los gritos que le sacamos al anciano, rompían aquel aire de realismo mágico colombiano.

Una vez se vio bien aseado y satisfecho, y después de contarnos cómo se apañaba en su pequeño apartamento del centro para sentirse a salvo del bicho (una vecina guiri de veintipocos le hacía la compra y se la ponía en una cesta que él bajaba y subía por el balconcillo), le entró una prisa enigmática, como si le hubiese picado un tabardillo, y se largó con viento fresco a su casa, sin dar más explicaciones a “las niñas”.