Me fui a pasar las navidades a las Islas Canarias huyendo
del frío y de la ciudad. La clínica podológica había cerrado por unos días. Los
piececitos de todas las vecinas estaban al día y yo sabía que nadie iba a
necesitarme.
Prefiero no adentrarme en el modo en que conseguí ponerme
ciega a cordero el día de Nochebuena a pie de playa envuelta en un tul y con un
turbante a lo Barbara Streisand. Los lugareños me advirtieron que debía hacer una cena más ligera que en la Península, pero ni caso. El resto de las
Navidades las pasé en la habitación de mi hostal de lujo atendida por el
portero de la finca de al lado. Resultaba que el hostal era de auto-servicio y
no había personas físicas si no un sistema de robots que te entregaban las
llaves al llegar, te daban instrucciones de cómo utilizar las habitaciones y
los artilugios, y te propinaban una
descarga eléctrica si tratabas de largarte sin pagar. Casi todas las cosas allí
eran robots, así que te sentías vigilada 24 horas.
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Dos canarios cualquiera dándose el lote en un parque |
No había ningún ser que pudiese socorrerme de aquel empacho
más que Renato, el portero de al lado. Me vio llegar de la cena pálida, medio
babeando, a punto de echar la papilla. Él pensó que había bebido y que sería
una presa fácil. Pero nada más acercarse a mí y a mi cuerpo sólo cubierto por
un pañuelo de tul playero, le hice el regalo. Vomité de lo lindo y el
hombrecillo, a pesar de entender que no había posibilidad ninguna de hacerme
suya, me dijo “no te preocupes. Soy el portero de al lado. Puedo recoger esto
con una fregona y un cubo en cinco minutos”. Yo no dije nada porque no sabía si
se trataba de otro robot o de un humano, pero acepté aquel servicio y me fui a
la cama. La pesadilla física continuó prefiero no describir cómo.
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Renato "el Santo" (como le llaman en su barrio canario) con la mirada perdida tras mi fuga |
Al día
siguiente vinieron unos tunos de la Universidad Canaria de estudios Canarios
(UCEC) a cantarme al balcón. Al oírlos, quise morirme aún más, pero Renato los espantó con la fregona y de un salto
accedió a mi habitación, sorteando a los robots del auto-hostal y haciéndome
llegar un caldo calentito. Aquello se multiplicó con los días, los cuidados,
las atenciones, incluso lecturas junto a la cama de la única literatura que
pasaba por sus manos: un As de 1995.
Aquello fue el colmo. La enfermedad y el pago por adelantado me habían
estancado en aquel hostal robótico con un hombre de los de sólo conformarse. Hice la bolsa en cuanto Renato bajó a
atender a la cartera, y salí con viento fresco rumbo al aeropuerto.
Madre mia Mina nunca una cagalera me habia transportado al mundo de las lágrimas. Es una historia muy desgarradora y el tal Vicentín parece buena persona.
ResponderEliminarSaludos a tu tia la del pueblo
Mirna Minkoff
Como siempre espeluznante hasta el punto de que te rebasa se da la vuelta y te vuelve a rebasar. Una historia que ni te deja indiferente ni te deja, simplemente se queda contigo.
ResponderEliminarYo a Renato lo veo parecido a Juan Pardo. Un tío buenísimo de los 80, no sé si os acordáis de él. Sinceramente, Mina, siemrpe te permites rechazar a hombres muy elaborados físicamente por simples gafapastas o intelectualoides, incluso seres de otras etnias.
ResponderEliminarOdio que puedas permitirte ser tan exquisita, pues no estás tan buena, ¿sabes?
Bianca Lamar
PD: ¿Puedes pasarme el contacto del portero canario?
Esto un relato digno de Edgar Allan Poe, lleno de angustia y expectación. Encierros, síndrome de Estocolmo, las islas Canarias como escenario para tener presentes a los pájaros de Hitchcock... Si lo hubieses coronaado con cientos de canarios persiguiéndote hasta el aeropuerto, habría sido algo colosal.
ResponderEliminarTe quiero, Vin O'tinto